12 abril, 2021
Por Begoña Bilbao, ingeniera comercial UC generación 2014.
A mediados de septiembre de 2019 —mi último semestre estudiando Ingeniería Comercial— Julio Gálvez me llamó a su oficina para ofrecerme ser profesora de Contabilidad el primer semestre de 2020. A pesar del honor que significaba, en un principio tuve dudas: iba a tener que buscar un primer trabajo en el que me aceptaran hacer clases, que fuera compatible y no morir en el intento. Muchos familiares me recomendaron esperar para ser profesora, “dominar la pega y después hacer clases”, pero no quise. No supe ponerle palabras en su minuto, pero pensé algo como “no pretendo entrar a un trabajo en que no pueda hacer algo que me gusta tanto y que es realmente un aporte directo a muchos estudiantes”.
Llegó el 2020 con más sorpresas de lo que esperaba. Sí, la pandemia. Me encontré con estudiantes que no conocían a sus compañeros, tenían problemas para conectarse a clases, no tenían redes de apoyo para enfrentar lo que creíamos que iba a ser sólo un semestre online. Por otro lado, estaba yo: recién egresada, sin experiencia formal y haciendo clases online. Esto se veía muy distinto a ser ayudante de un ramo que ya conocía la pega y dominaba por completo lo que tenía que hacer.
Dominaba los contenidos del ramo, pero no tenía idea de cómo enfrentar este desafío. Sin saber qué hacer, partí con hablar con los estudiantes, compartir con ellos que todos nos estamos enfrentando a un nuevo paradigma, una nueva realidad. En base a eso, me quedó claro que quería replantear la imagen del profesor que toma las decisiones porque “sabe lo que es mejor para ellos” porque realmente yo no tenía idea.
Puse la comunicación como pilar: les preguntaba qué opinaban, qué medida les parecía la más razonable. Esto de ninguna manera significaba que ellos tomaran las decisiones, sino que yo tomaba las decisiones, pero informada y entendiendo las implicancias de estas, y una vez tomada la decisión les explicaba el por qué. Me di cuenta de lo agradecidos que estaban los estudiantes de que los escuchara, aún cuando a veces yo terminara haciendo lo contrario a lo que ellos querían. Durante el semestre se armó un ambiente de confianza y respeto que en mi opinión sirvió para lograr el objetivo original: que aprendieran contabilidad.
Creo que esta experiencia aplica a muchas esferas de la vida: “no siempre soy el/la que las sabe todas”, aún cuando yo cuente una buena formación y mucha experiencia. No siempre necesitamos una pandemia para que nos llegue la cuota de humildad: replantearnos qué hacemos y cómo lo hacemos debe ser una práctica que es aplicable en cualquier trabajo, no sólo como profesor.
Al final del día, yo como profesora no voy a lograr que mis estudiantes sean honestos, pero quiero pensar que mi honestidad con ellos tiene un efecto neutro o positivo. Yo no soy su profesora de liderazgo o de ética, pero mi actuar, junto con el de otros profesores y sus jefes en el futuro, sientan un precedente de “cómo se deben hacer las cosas”.
Hay muchas otras moralejas que he aprendido haciendo clases. Puede ser medio cliché, pero realmente uno aprende más de lo que enseña. En agosto del año pasado entré a un trabajo exigente, pero que me gusta mucho y me permite hacer clases, e inevitablemente me cuestioné si seguir haciendo clases: es harta la carga entre ambos trabajos, sobre todo si uno quiere dar el 100% en ambos. Sin embargo, lo que gano haciendo clases no lo tengo en otra parte: sentir mi aporte enseñando contenido de contabilidad que es crucial para cualquier ingeniero comercial, el sentirse útil para aportar al ramo y la Universidad, y todo el aprendizaje que yo también me llevo.